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Jun 29, 2016

Orange is my new black

by Alexa Legorreta

“Cuando Dios te da una esvástica abre una ventana,

y entonces recuerdas que Dios no existe.”

Fue hace un año, quizás más, no lo recuerdo bien, tal vez dos años. La conocí por una carta publicada en Facebook de una chica que impartía talleres en la cárcel. Su nombre es «Aída», Se hace llamar una «presa-libre», porque pinta paisajes, pinta libertad.  No la conozco en persona, no sé si la conoceré algún día, no sé cuánto tiempo lleva en la cárcel ni cuánto le falta para salir, si tiene familia, un novio o una novia, solo sé que no me importó saber por qué estaba presa cuando contesté su carta.

Hace un par de días se estrenó la cuarta temporada de Orange is the new black (No se preocupen, no lanzaré spoiler) y aunque ya no recuerdo con exactitud quién anda con quién, quién mató a quién y quién hizo qué, puedo confesar libremente que me enamoré de uno de sus personajes: Poussey.

La cuarta temporada la terminé en menos de una semana. Trece horas de mi tiempo fueron sacrificadas con justificación – a comparación de las primeras tres – tiene ese sabor amargo, exorcizante, trágico y demencial que tanto esperaba y que pensé no volver a sentir después de haber visto Breaking Bad. El preludio es ligero, inmoral y lleno de citas literarias y comparativas, quiero pensar que a manera de chiste o sarcasmo los guionistas nos dejan en claro que han leído y visto de todo, pues hacen énfasis en mencionar personajes de libros, series y películas sobre crímenes y encarcelamientos como Shawshank Redemption.

Me gustaría partir por la transformación de su protagonista inicial Piper Chapman, quien al final de la tercera temporada y principio de la cuarta, logra convertirse en toda una Al Capone de la prisión, llevando consigo un ego insuperable durante los primeros siete capítulos; traiciona, engaña, reta a dominicanas y puertorriqueñas además de crear un monstruo que juega con todas y las hace devorarse entre sí, desencadenando un marcado racismo aún todavía más grave del que ya existía. Y al final, Piper logra abrir los ojos en determinado tiempo de forma merecida pero cruel.

El por qué están realmente allí cientos de mujeres es algo triste pues la mayoría están por engaños, por amor, por inocencia, por estupidez, por rabia, por odio, por deseo, la condición humana.  La cuarta temporada cierra un ciclo de dudas y catástrofes. Nos cuenta historias aún más tristes y desgarradoras; como la historia de Suzanne, el oficial Sam Healy o Lolly quien termina por construir dentro de la prisión una “máquina del tiempo”. Logra catapultarse con escenas mínimas aunque fuertes como (No voy a lanzar spoiler, solo palabras clave y un guiño para quienes ya la vieron) el ratón, la huerta o la mesa.

Entre el regreso de dos personajes queridos pero que a su vez nos llenan de desespero, tenemos también al nuevo cuerpo de policía, quienes nos demostrarán qué tanto son capaces de abandonar “la realidad” para adentrarse a la realidad plena en esta nueva rebelión de la granja. Donde el capítulo final me deja en un limbo de emociones y con una excitación de espera por la quinta temporada.

Orange is the new black me ha hecho recordar a Aída, quizá sea como Red, o Gina, o Dayanara, Lorna, Mei, Erica, Blanca, Jane, Suzanne, Lolly, Brook, Tiffany, Rosa, Taystee, no lo sé, o quizá sea como María o Álex, eso es algo que jamás podré saber. Lo que sé es que le confesé mi miedo: Miedo de convertirme en alguien como Piper, condenada al olvido familiar, a la soledad de los amigos, al desencanto. A vivir en un mundo en el que no hay dios, donde las máquinas del tiempo no existen pero sé que volvería a coincidir con las personas que ahora están en mi vida.

De Aída ya no supe nada. Y ella tampoco ha sabido de mí. Perdón, Aída. Pero sé su nombre, sé que existe. Quiero pensar que su historia es como la de Poussey, y que ahora está cumpliendo su sueño de pintar paisajes de libertad en otro país, en otra ciudad, quizás Nueva York, quizás Ámsterdam.

 

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