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Mar 20, 2018

Lo que le aprendí al teatro…

El teatro está lleno de rituales, eso lo descubrí a los 19 en la compañía de teatro de la universidad. Pasaba más horas en ensayos que en las clases regulares, iba los sábados y los domingos si había función o ensayo, o las dos. Asistía por las mañanas y también de madrugada. Estaba con las mismas personas más tiempo que con mi familia o mi novio, me encantaba. Amaba la adrenalina y la energía que los textos y el escenario me daban. Estaba enamorada, tal cual.

Pero el teatro no me necesitaba tanto a mí, siempre es así.

Al teatro le aprendí muchas cosas: constancia, disciplina y tolerancia. Sobre todo la última. Puse a prueba mi resistencia a la frustración como no sabía que podía hacerlo. Aprendí que todo es aguantar, cambiar, volver a intentar y así hasta que hay función y no hay vuelta atrás: quedas expuesto y te cagas de frío.

La angustia que da el escenario producía en mí lo mismo que produce un buen beso: placer.  Es adictivo, se parece mucho a estar drogado.

Asumo que mi cuerpo producía endorfinas y mucha adrenalina, tanto que no importaba si estaba cansada, enferma o malhumorada, valía la pena y mi cuerpo no paraba, ni quería parar. Entonces no lo veía tan claro, pero ahora, de lejos, me parece que todo aquello que en yo definía como «estar viva», era puro ego.

Había una frase trillada que Luis, mi maestro, usaba siempre para referirse al teatro «todos son necesarios, pero nadie es indispensable». Luis lo decía para recordarnos que no podíamos parar, que si queríamos algo había que ganarlo. TODOS podemos ser sustituidos. Estoy segura que ese era el mensaje, pero a mí saber que no era indispensable, me liberó.

Claro, éramos un grupo de jóvenes y adolescentes que intentaban ser actores, por supuesto había muchos egos inflados y berrinches. Alguien nos tenía que decir que no éramos tan importantes y que en el mundo nadie está al pendiente de nosotros, que en realidad, lo esperado es contar con las manos las personas a las que les importas y eso está bien.

Sé que nadie me observa y que si alguien observa demasiado es una señal de alerta, sé que las atenciones excesivas a veces están disfrazadas de violencia, que debo cuidarme y eso no es egoísta, es autoestima. Que la gente no está a mi disposición, que mañana pueden no necesitarme más, que la confianza y el respeto también se gana y que nadie tiene la obligación de considerarme sólo porque existo.

A los 21 me fui seis meses del país, tuve que asumir que habría cosas que soltar durante ese tiempo: mi trabajo en el Foro Shakespeare que recién había conseguido, mi novio, mis clases de teatro y los proyectos que iban con eso, mi familia y mis amigos. Lo complicado no era irme, eso lo tenía muy claro, lo que me daba angustia era el riesgo de perder. En la cabeza construía historias del sufrimiento infinito que tendría mi familia y mi novio porque me iba, ¡qué pesada!, un montón de narcisismo disfrazado de culpa. Mi yo de ahora le dice a mi yo del pasado: -relájate, vivirán. Y sí, vivieron y yo también. La gente y cosas importantes se quedaron hasta ahora y lo que no, pasó de largo y ya está.

En España también hice teatro, hice amigos nuevos y me ocupe de mí misma. Cuando regresé todavía tenía a mi novio, a mi familia y al Foro Shakespeare.

Yo creo que cuando regresé del viaje estaba en una especie de trance, un buen trance. Había tanta energía en mi cuerpo que se desbordaba, la gente lo notaba, yo lo notaba. 2013 fue un año complicado, dejé ir un par de cosas para abrir puerta a otras, conocí facetas de mí que no sabía que existían y que tampoco sabía si me gustaban. Me enamoré, me desenamoré, me enojé, me sentí indispensable y me construí una bola de nieve inmensa y tóxica en mi vida. Es chistoso cómo cuando una cree que va a lastimar a todo el mundo y anda por la vida creyéndose Dios, pasa justo lo contrario y la regamos como cascada.

Subestimé la fuerza emocional de algunas personas y permití que otras me hicieran sentir indispensable en su vida. Mentí como nunca  y me ahogué solita en un charco de agua salada. Parece que el teatro, el espacio físico, también trae consigo energías muy particulares, una se compra muchas ficciones. Me sentía en la tragedia eterna, eso es auténtico, así me sentía, en tragedia. Mi percepción era tan corta y mi ego era tan tan tan tan grande que de verdad pensaba que estaba en tragedia y no, la verdad es que no. Aquello era más bien una mala comedia.

La vida es sabia, la gente no. El teatro me trajo aquí, a Bien Chicles. Eso quedó de la «tormenta» de 5 pesos que había armado.

El teatro y su desapego me ayuda a tener cuidado con lo que tomo personal, a elegir mis batallas y decidir qué quiero confrontar y qué prefiero pasar. Hay cosas que tampoco son importantes, pero igual a una la agüitan, supongo que he aprendido a reconocerlo y dejarlo ir. Pienso que yo no soy indispensable, pero también evalúo quiénes quiero que sean indispensables en mi vida y quienes no. Trato de practicar con frecuencia decir no cuando es no y decir que sí cuando es sí, a pedir ayuda si la necesito, pero no pedir ayuda para todo. En fin, decir lo que me incomoda a tiempo me ha salvado de más cosas que tratar de ser condescendiente con todo el mundo. Supongo que eso también salva: sentirse incómoda, decirlo y hacer algo al respecto.

La gran lección del teatro: ser. dejar ser. dejar ir. estar.

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