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Dic 4, 2018

La importancia de cuidar el hambre del otro

written by Azul
in category Bien Chicles

He vuelto. Después de traer de un lado para el otro la maleta, al fin estoy quieta.

Sucede que cuando estoy en un viaje o alejada de la ciudad donde ahora radico, mis emociones se ponen inquietas. Puedo pasar de la extrema felicidad a la extrema tristeza, de la alegría a la melancolía. Sucede. Siempre sucede.

Hoy la melancolía está aquí, hospedada en las cuatro paredes donde me encuentro. A 17 grados centígrados y una tormenta que picotea las ventanas de la oficina.

 

El caso es que hay una maldición humana de la que no puedo salvarme: la memoria. Lo supe apenas y toqué otras tierras: los lugares que jamás visité pero que tienen formas semejantes a lugares en los que ya he estado. Olores de personas que alguna vez tuve cerca y ya no. Gestos en las personas demasiado parecidas a las que alguna vez hice en mi vida.

De un par de años para acá he sido mi propia observadora. Es decir, veo, a través de mí, a la que fui y la que soy. Observo. Veo acciones de otros que alguna vez hice y callo. Callo casi siempre. De un año para acá me he vuelto más contenida en mis palabras. Pienso qué voy a decir y cómo, si es adecuado o no. Algunas veces más me permito ser irresponsable y no lo hago, pero en gran parte trato de ponerme límites.

Hoy, por ejemplo, no pude soportar mi silencio y confesé lo que no había dicho antes: me preocupa el hambre de otras personas. Me importa cuidar el hambre del otro cuando amo. Puedo ser una chef cuando quiero, cuando alguien me importa, cuando en verdad me interesa una persona.

Soy torpe en general para querer, como quizá todos lo somos. Los habrán más sabios que una, pero hablando de mí, soy torpe. Mi cariño lo sé comunicar a través de gestos pequeños, momentos sutiles que no te hagan ver nada pero que me mantienen tranquila al saber que -al menos para mí- lo dije. Ya lo dije antes: contención se ha vuelto mi gran práctica del día a día.

 

Pienso en el hambre, el hambre del ser amado, y recuerdo que amé alguna vez. Profundamente. A mis anchas. Con todos los dedos de mi mano, sin mesura, alargándome lo más posible al rededor de esa persona.

Le preparé brownies la primera vez que lo vi. Es decir, ya lo había visto antes, pero esa vez era el «vernos» como algo más.

Decía: preparé brownies. Seis, para ser exacta. Y dentro de cada brownie coloqué una chispa de chocolate que, después de horneado, se derretía en el centro. Así que mi hazaña era perfecta: la persona que mordería ese brownie sentiría, segundos después del mordisco, un líquido terso. C H O C O L A T E. Su lengua quizá alargaría el sabor, la textura suave del pan, las migajas adueñándose de los dientes llenándolos de color café, de sabor a beso juvenil.

Con el tiempo, y el amor, preparé otros platillos: pasta con verduras, sopa de lentejas, sopa de pasta, arroz rojo, quesadillas de flor de calabaza, tacos dorados de pollo…hasta que perdí la cuenta de cuántos platillos aprendí a cocinar en tutoriales. Pronto descubrí que lo mío eran los postres: pay de queso, pudín, gelatina de nuez, flan, cupcakes, brownies, pan francés. Luego más tarde, dejé de cocinar y supe que algo estaba cambiando. Alguien más se preocupaba por mi hambre y ¡BAM! el amor estaba ahí, en los platos que había que poner en la mesa mientras el sol caía en la azotea, en los cubiertos que había que colocar en un costado, en los vasos de cristal que quedaban marcados por nuestras huellas dactilares, en las sillas que acomodábamos uno a lado del otro. Comer. Ayyyy…esa sensación de paz, el momento perfecto de la charla, nuestros dedos juguetones que recorrían nuestros platos para probar cómo preparábamos el mismo platillo con ingredientes adicionales. Los besos. Los besos con sabor a comida recién hecha. La mano que me apretaba y que yo recorría con mis dedos al terminar satisfechos.

El hambre.

Qué importante es cuidar el hambre del otro.

El atardecer en las comidas.

 

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