I told her don’t get scared
Nunca me han gustado los teléfonos, casi siempre dan malas noticias.
Adiós Marineros, Adiós Monstruos del Mar
I
Cuando el abuelo murió, el pueblo se puso triste; nadie supo por qué. Las panaderías abrieron tarde y en la madrugada llovió como pasa siempre en verano.
Mi padre pasó la noche en la sala de espera del hospital y, junto a la cama del abuelo, mi tía en vela para atestiguar su muerte. El acta de defunción dice algo específico en términos médicos. Yo sólo entiendo que no pudo respirar: que el aire no logró llegar a sus pulmones, que no alcanzó a hablar. Se le acabaron las palabras y los sonidos y los gritos.
Así murió el abuelo: con la garganta y los pulmones obstruidos, con las palabras ahogadas.
El sonido del teléfono fijo me despertó a las ocho de la mañana, era mi padre, la puerta estaba cerrada y no podía entrar. Salí a abrir, me dio gusto verlo, saberlo en casa.
-¿Quién se quedó con el abuelo?
– Nadie, se acabó
-¿Se acabó qué?
– Se acabó.
– ¿Cómo?
Así, en frío e incertidumbre.
Mi papá dijo “se acabó” y tuvo razón. Se acabó el abuelo y sus risas y sus regaños y el pan por las noches y los domingos de barbacoa y sus ojos grises y sus manos frías y su chocolate caliente y sus crocs enormes y su agujeta para amarrarse el pants que se sostenía a su cadera.
Sí, se acabó.
Abracé a mi padre, pero no quería abrazos. Sus ojos enrojecieron, guardó silencio y lo solté.
II
Buscamos flores para el abuelo. No sé qué flores le gustaban, hay mucho que no supe de él. Supongo que eso da la muerte: la imposibilidad, la real. Nunca escucharé a mi abuelo decir cuáles eran sus flores favoritas, pero igual compramos una cruz de un metro con crisantemos blancos; es la costumbre.
Hay un puesto en el mercado de Jamaica que no vende flores y está junto a la cruz del abuelo. Ahí suena Long Cool Woman in a Black Dress de The Hollies, and I told her don’t get scared. La frase me la quedé como un mensaje secreto para la abuela, para las 8 hijas que se quedaron sin su papá, para sus nietas, para mí.
Un señor chaparrito pregunta qué mensaje queremos en la cruz. Me da una hoja tamaño carta con 20 propuestas distintas de mensajes de despedida: El hombre que luchó, Te amamos, Te recordaremos siempre, Q.E.D, Para mi querido padre, Para mi amada madre, todos en ese tono. Mierda, pensé, la familia no es muy expresiva. Póngale “Recuerdo de tus hijos”, le dije, “también de tus nietos”. El chaparrito me dio una cinta blanca con el mensaje y amarró la cruz del abuelo en el techo del coche.
Mi padre arrancó el coche y sonaba la radio: Pedro Infante en Movimiento a través de 1120 de AM. Todas las canciones de Pedrito esa mañana eran de volar, de aves ¿cómo hay tantas canciones cantadas por el mismo señor que hablan de la misma cosa? Sonaron Las Golondrinas, El Volador, Doscientas Horas de Vuelo, El Gavilán Pollero, Paloma Déjame ir, Golondrina de Ojos Negros y otras que Shazam no encontró. Vi, por primera vez, los ojitos de mi padre llorosos. Le corrieron un par de lágrimas al hombre grandote de hierro que tenía a un lado. Me dieron ganas de no ser yo la que estaba ahí, quise que lo abrazara mi mamá, quise abrazarlo, decir algo, pero nada. No pude nada.
Una semana antes, le di de comer al abuelo y lo hice hablar. Me contó del almidón y la fábrica, de los costales grandes que se repartían cuando estaban listos, de la trituración y la limpieza. Le hice contarme de su trabajo, su vida en el rancho, de cuando vivía en Mogotes, de los bailes, de si la abuela bailaba, del tiempo que vivió en la vecindad, de la música que le gustaba. Le puse en youtube esa escena famosa de Jorge Negrete y Pedro Infante en Dos Tipos de Cuidado y luego le llovieron mil preguntas más. Hice hablar al abuelo una cantidad de cosas que ya le costaba bastante pronunciar. Pienso que no debí, que si hubiera guardado sus palabras tal vez también habría guardado unos suspiros de vida. Yo sé que quiso decirme más, lo supe porque me miraba con mucha atención bajo esos ojos grandes grandes que tenían un marco bello de cejas pobladas y grises; pero ya no le dio la garganta. Le di chocolate para que pudiera comer pastel. Recién había pasado un cumpleaños y todavía nos estábamos comiendo el festejo.
En las familias grandes, la muerte y los nacimientos tienden a juntarse.
III
Velamos al abuelo en el velatorio del seguro social, metimos de contrabando tamales y chocolate. Comimos escondidos en la sala privada, un espacio chiquitito con un par de sillones, viejos pero suficientes para que duerman los parientes de los muertos. La primera noche fue Valeriano a dar misa para Santos. El mismo domingo que le di chocolate al abuelo, Valeriano fue a saludarlo, eran amigos de toda la vida, habían comido y echado tequilas juntos, porque los curas también toman aunque a una le hagan creer que no. El sacerdote habló de la sonrisa del abuelo, de su sentido del humor, de su cansancio y de su risa. A mí no me gusta mucho la gente de la iglesia, pero Valeriano era también amigo de la familia y cuando dijo que Santos había vivido todo lo que quiso, no tuve dudas, le creí, me tranquilicé y sonreí.
Los velorios tienen el poder raro de juntar a los vivos que con los años han sido menos que muertos para la familia. Mi padre, que es como mi abuelo pero más joven, habló con todas esas personas que no había visto en mucho tiempo. Llegaron las tías de las tías, las medias hermanas con sus hijos, los amigos de los hijos, los amigos de los nietos, los nietos de los amigos, los primos lejanos, los cercanos y otros parientes que probablemente no son parientes pero les gusta el ritual: vestirse de negro, llorar con la familia, tomar café, asomarse al ataúd, enterarse de qué murió, a qué hora , cuántos años tenía y, si es el caso, quién tuvo la culpa.
Desfiló mucha gente por la caja.
Yo no pude.
Se cumplieron las 24 horas reglamentarias de velación, llegaron unos señores a cargar la caja. Tomé aliento y fui, por primera vez en todo el velorio, a ver al abuelo antes de que lo cerraran para siempre. Me junté con mis primos y chillamos lo que se pudo chillar mientras nos carrereaban los de la carroza funeraria. Hicimos fila en los coches, atrás de la carroza. Mi tío paró el tránsito con su moto y pasamos juntos. Bajamos las flores de los coches y acomodamos todo alrededor del hoyo que había listo para la caja del abuelo. Unos cuantos parientes y los dos únicos hijos hombres que tuvo el abuelo, cargaron el ataúd. Uno de ellos, mi padre, con sus zapatos de vestir sin calcetas, porque es necio como seguro es necio el diablo, si es que existe.
Con unas cuantas cuerdas de mecate debajo del ataúd, un par de señores del panteón acomodan la caja y la echan al hoyo poquito a poquito para que no se voltee. Llega un señor con una bolsa de huesos, le dicen a alguien que son de esa tumba y los echan a la caja de Santos, lo veo otra vez por unos cuantos segundos que me ponen muy ansiosa. Lloro poquito. Baja, no se voltea nada, aventamos flores a la caja, a la tierra, lloramos mucho, abrazo a mis tías, a mi prima, a mis primos. Veo a mi papá, mi mamá lo tiene del brazo, trae los lentes puestos, seguro también llora. La tierra cubre la caja del abuelo, lo cubre a él, a su cuerpo. Se acabó.
Hay un silencio angustiante, nadie reza, ¡por qué no rezan!, el abuelo hubiera querido que rezaramos o que cantáramos alguna de esas cosas de iglesia. Mi tía habla para romper la incomodidad, da las gracias. No invita a nadie a ningún lado. Mi padre se queda 20 minutos hablando con un amigo de su juventud que hace mucho no veía, necesita hablar, mis tías dicen que cuando está nervioso habla mucho, habla más.
No nos cuesta trabajo dejar el panteón, lo que asfixia es estar ahí.
IV
La tarde del entierro comimos pollo rostizado en la casa de los abuelos.
La tarde del entierro a mi papá se le abrió una herida, una pequeña en la planta del pie, una herida que sangra y se infecta.
Una que no puede cicatrizar todavía.
De las heridas que no se ven, no sé mucho.
Papá habla de todo, menos de sus heridas.